El 30 de marzo del 2003, el PRSC celebró primarias para escoger su candidato presidencial. Jacinto Peynado, señalado por las encuestas como favorito, se negó a aceptar el resultado ofrecido por la denominada Comisión Electoral, cuyos datos finales le adjudicaron a Eduardo Estrella el 51.89% de los votos supuestamente válidos. Tal como recuerda José Ángel Aquino en un artículo publicado años después, la firma Price Whaterhouse Cooper rindió un informe de auditoría que puso al desnudo las múltiples irregularidades de aquel proceso comicial, resaltando entre ellas que la suma de los sufragios superó el total de electores registrados en el 32.1% de los centros de votación.
Para no dejar espacio a la duda, el entonces presidente de la República, Hipólito Mejía, admitiría días después que el grupo PPH había intervenido decisivamente a favor de Estrella, lo que cerraría la renuencia de don Jacinto a aceptar el cuestionado triunfo de su adversario, quien no solo perdería las presidenciales del 2004, sino también las del 2008, 2012 y 2016. El fraude que se le facturó a don Jacinto, atribuido a las malquerencias que le profesaba el recién fallecido Manuel Guaroa Liranzo, lo aisló del PRSC, allanándole así el camino a Leonel Fernández, quien perseguía entonces su segundo mandato. Esto así porque descartado Estrella de la contienda, derrotar al presidente Mejía –quien pudo haber creído que sacando de juego a don Jacinto facilitaría su reelección- no parecía difícil, pues a la recia oposición que le hacía Hatuey De Camps, a la sazón presidente del partido gobernante, se sumó una aguda crisis económica y social que tradujo en imposible la renovación de su contrato de inquilinato en Palacio.
Quien esto escribe formaba parte del más estrecho círculo de Hatuey, por lo que asumió como suya la lucha que él libró para cerrarle el paso a la repostulación de Mejía. No son pocos los años que se han desprendido del calendario desde entonces, y aunque la memoria no conserva sino una milmillonésima parcela de lo vivido, hay recuerdos que se resisten a desvanecerse, sobre todo cuando los evocamos de vez en vez, y es lo que me ha sucedido con lo que a seguidas relataré.
A principios del 2003 había conocido a Laura, hija de don Jacinto, con quien luego me uniría en matrimonio; a mediados de ese año se le diagnosticó un tumor a su papá que decidió tratarse en Miami, lo que nos movió a viajar frecuentemente a esa ciudad para estar a su lado. Durante aquellos meses, la política fue tema ineludible de conservación con don Jacinto. Le repetía hasta el cansancio que el PPH tenía que ser electoralmente derrotado, y en verdad, aún siento sobre mí el peso inmenso de su mirada centellante cuando yo trompeteaba con pasión narcótica aquel propósito. Pasábamos horas muertas hablando de esto y de lo otro, repasando escenarios posibles, y aunque él era parco en sus vaticinios, sabía hondo adentro que deseaba lo mismo que yo, pues la herida que le había producido lo declarado por el presidente Mejía respecto de la injerencia de su grupo en el fraudulento resultado de las primarias reformistas, seguía abierta.
La última visita de don Jacinto al país fue principios de abril del 2004. Tendría una serie de encuentros con su tropa reformista que se mantenía a la expectativa de la decisión que finalmente adoptaría de cara a los comicios de aquel año. Me correspondió entonces organizarle un encuentro con Hatuey, quien lo visitaría en su residencia de la avenida México esquina Tiradentes la mañana del mismo día que en horas de la tarde lo haría Leonel Fernández, que no obstante ser ampliamente favorecido por las encuestas, me había dicho semanas antes en Puerto Plata que el endoso de don Jacinto sellaría su victoria.
Durante meses me había encargado de aplanar la senda, por lo que al término del encuentro que ellos dos sostuvieron a solas, y justo en el momento que el expresidente se disponía a abordar su vehículo en la marquesina de la casa de don Jacinto, le formulé la pregunta obligada. Me quedé de una pieza al escuchar su respuesta: no se había sentido en confianza de pedirle el espaldarazo.
Mi papá solía decir que los seres humanos somos criaturas sujetas a los caprichos del destino, y aquel día me entregué ciegamente al mío como quien se lanza a un abismo. Reuní todas mis fuerzas para por esa última vez pedirle a don Jacinto que apoyara a Leonel. Sostuve la mirada con un valor del que nunca me creí capaz y él, sin ambages, me dijo esto: “Julio, yo no tengo fuerzas para hacer política ni caravanear”. Darme por vencido no era opción para mí, por lo que sin demorar le expliqué que bastaba un mensaje a la nación, un acto, un respaldo simbólico, en fin, lo que fuese. Sé que la erosión de la memoria es irremediable y que evocar literalmente fragmentos del pasado es privilegio que me es ajeno, pero por alguna razón misteriosa no he olvidado la respuesta que entonces me ofreció don Jacinto: “C… Julio, pero tú no te cansas de fuñir. No tienes acabose. En mi vida había conocido a alguien tan pertinaz como tú. Está bien, dile a Leonel que voy a apoyarlo”.
Los mensajeros de su última voluntad política que Dios le permitió ver cuajada en realidad, fueron su hijo mayor, Jacintico, y Arístides Fernández Zucco, quienes visitaron a Leonel en FUNGLODE para darle la buena noticia. El autor de este trabajo no los acompañó, evitando que con su presencia se propalaran rumores que pudiesen perjudicar a Hatuey. Dos o tres días después recibí una llamada telefónica del extinto Carlos Morales Troncoso para decirme que el expresidente me invitaba a Miami junto a una reducida comitiva que integrarían Ramón Aquino, Víctor Díaz, Rafael Nuñez y Luis Bogaert.
Le expresé a don Carlos que siendo hatueycista, mi presencia en el acto que se celebraría en un salón del edificio donde vivía don Jacinto, allá en Brickell Bay Drive, no era prudente. Así las cosas, decliné acompañarlos, pero le pedí encarecidamente que el asiento en el avión privado que gentilmente Leonel había reservado para mí, se lo cedieran a Fausto Jáquez, actual cónsul en Hamburgo, Alemania, quien suele relatar lo sucedido, según me han dicho, omitiendo la fortuita circunstancia que le permitió ascender las escalinatas de aquella aeronave para ser testigo de excepción del espaldarazo que don Jacinto le dio a Leonel el 19 de abril del 2004.
Dos días después, regresaron al país, Leonel ganaría las elecciones del 16 de mayo y el 18 de agosto, apenas reinstalado en Palacio, le montaría guardia de honor en Palacio, junto a doña Margarita Cedeño, al féretro de don Jacinto, cuyo cuerpo sin vida acompañó el día antes quien esto escribe en un vuelo comercial de American Airlines, parte de cuyo personal de tierra, en un muy emotivo tributo póstumo, vistió gorras coloradas con su apellido grabado en hilos blancos: Peynado presidente.