Estados Unidos no se había repuesto del drama de las torres gemelas de septiembre de 2001 cuando dos meses después volvía la pesadilla.
La mañana del lunes 12 de noviembre de 2001 iniciaba en la capital de Estados Unidos, Washington D. C., como cualquier otra. Ese día, festivo de los Veteranos, fue feriado para la embajada dominicana en los Estados Unidos hasta pasadas las 9:00 de la mañana.
Una nueva tragedia, la cual involucraba un avión de American Airlines en el que viajaban 176 dominicanos, motivó que el entonces embajador dominicano Roberto Saladin, convocara a todos sus empleados.
El desplome de la aeronave sobre el tranquilo suburbio de Queens, específicamente en la avenida Newport con la calle B 131 de Belle Harbor, estremeció de sorpresa la ciudad de Nueva York.
Apenas habían pasado ocho semanas del ataque y destrucción del World Trade Center, cuando este avión con 260 ocupantes se precipitó a tierra. Todos murieron.
De inmediato, Saladin se trasladó desde Washington a Nueva York junto al agregado militar Apolinar Disla para tomar nota de la situación. Lo hizo en un tren que le tomó más de tres horas, casi cuatro.
Todos los túneles, aeropuertos y puentes fueron cerrados, mientras los vuelos eran paralizados; no era para menos, el trauma provocado por la caída de las icónicas torres gemelas provocó que surgiera en los que presenciaron el hecho el presentimiento de que se trataba de un nuevo ataque terrorista.
Mientras el embajador llegaba para brindar apoyo a sus compatriotas luego de haber recibido la una llamada telefónica del entonces presidente Hipólito Mejía, la angustia y preocupación invadía a los familiares de las víctimas en Estados Unidos y, especialmente, en la media isla caribeña que era el destino final del vuelo.
Junto al gobernador George Pataki y el alcalde electo de New York, Michael Bloomberg, entre otros, Saladin se reunió con familiares de las víctimas en el Club Deportivo de New York Inc., para extender las condolencias del gobierno dominicano y presentarles la comisión diplomática que se encargaría de acompañarles en el proceso.
A las 2:00 de la tarde del día siguiente, los agentes norteamericanos investigaban la causa de la caída en Belle Harbor del avión que llevaba 13 años en uso, mientras en el centro de convenciones Jacobs Javitts Center habían unos 1,200 parientes destrozados por el dolor, procurando los cuerpos de las víctimas, o al menos algo de sus restos luego de la mortal explosión que además consumió 5 casas e igual número de personas en tierra.
Cada familia debía llenar un formulario que fue revisado por un detective de la Policía de Nueva York para el complejo proceso de identificación de los cuerpos. Se solicitó que llevaran objetos personales de los fallecidos (peines, pelo y placas dentales) para tomar las muestras de ADN de los familiares.
Fue entonces al tercer día, el 14 de noviembre, que la compañía aérea informó todos los compromisos que asumía con las familias de las víctimas, entre ellos cubrir todos los gastos relacionados con las honras fúnebres, el traslado de los cuerpos a la República Dominicana y la designación de una persona de American Airlines (care person) por cada familia dominicana.
Asimismo, ante la necesidad de realizar viajes entre ambas naciones para los velatorios, la comisión diplomática logró un acuerdo con la aerolínea para que, ante los altos precios de los vuelos, se ofreciera una tarifa especial para tickets aéreos hasta el 15 de diciembre de 2001.
A pesar de que había decenas de juguetes para niños, una mesa repleta de comida, sacerdotes y pastores para brindar asistencia espiritual, así como también psiquiatras y psicólogos e, incluso, miembros de la Cruz Roja Dominicana a la orden de las familias que se reunían a diario en el centro de convenciones; la desesperación y el dolor no mermaban y el accidente continuaba bajo un velo de misterio.
“Mire, con todo el respeto, no den demasiados detalles técnicos a los familiares porque a ellos no les interesa tanto lo técnico, aquí el tema principal para los dominicanos es cuándo les van a entregar los cuerpos de sus parientes”, expresó Roberto Saladin a los agentes de la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte de Estados Unidos (NTSB), quienes habían encontrado una parte de la cola del avión en una bahía.
Las familias impacientadas presionaban buscando respuestas a la incógnita de qué sucedió, pero sobre todo, saber sobre los cadáveres. Esto motivó a Roberto Saladin a solicitar al forense encargado del proceso que le permitiera visitar la morgue.
Las imágenes allí vistas están grabadas de tal manera en su mente que, dos décadas después de la caída del vuelo 587, los ojos de Saladin se empaparon de lágrimas y su voz se quebró.
“Lo que vimos, tanto el mayor Apolinar Disla como yo…”, dijo antes de que un breve silencio fuera interrumpido por un trago seco para continuar, “aquellos cuerpos calcinados, achicharrados por el fuego, contraídos, es una escena que nunca podré olvidar”, agregó Saladin aguantando las lágrimas en unos ojos que se tornaron rojos a la vez que bajó la cabeza, como si tratara de ocultar su reacción.
“Nunca imaginé vivir las dos peores tragedias de Estados Unidos”.
En el accidente fallecieron Manuel y Juana Abréu, doña Lidia Valoy Fajardo, hija del músico Cuco Valoy; José “Papi” Lafontaine, empresario artístico; Moreno Tati y su suegra María, quienes regresaban a su tierra natal para una cita en la Embajada de Estados Unidos; Rosa Pérez y su hija Johanny viajaban para ir a un entierro, eran la madre y hermana del exlanzador dominicano de los Tigres del Licey, Yorkys Pérez; Alcibíades de la Cruz, Virgilia de Mateo, entre otros.